sábado, 14 de abril de 2012

Infortunio


Thomas Shaw se paseaba nervioso en su camarote. Formaba círculos con su andar ante la atenta mirada de un selecto grupo de hombres, incluidos entre ellos el capitán Edward John Smith y el jefe de oficiales Henry Wilde. Era apenas el mediodía del 14 de abril y, durante el desayuno, había llegado a sus oídos un rumor curioso: a bordo, en una de las escotillas designadas para el cargamento, estaba escondida la supuesta momia de una sacerdotisa egipcia.

—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó frotándose las manos.

—¿A qué se refiere? —inquirió a su vez uno de los presentes—. Revisar las escotillas de carga sería problemático y llamaría la atención de los pasajeros.

—¡Pero es que usted no entiende! ¡¿Es que acaso no lo ha leído en los periódicos?! ¡Todo lo relacionado con… con esas cosas trae mala suerte!

—Está usted exagerando, señor Shaw —dijo un hombre desde el rincón del compartimento—. Todas esas historias son producto de periodistas sensacionalistas.

Shaw los miró aún más nervioso. Un hormigueo muy particular subió de su cuello hacia sus mejillas y supo entonces que se estaba ruborizando por la vergüenza y la impotencia. Seguramente todos ahí lo consideraban loco, un tipo supersticioso que se ponía neurótico a la menor estimulación de sus temores e inseguridades.

—No hay prueba alguna de lo que usted dice —continuó el misterioso individuo, un supuesto arqueólogo de nombre Emjes Santimon, quien era el objeto de los fantásticos chismes—. Pero si usted lo desea, puede comprobarlo con sus propios ojos. Mi equipaje y mi camarote están a su disposición.

—Las escotillas de carga están abarrotadas de correo, paquetes y muchas otras cosas, tanto de pasajeros como de compañías que esperan en Nueva York —explicó Wilde tratando de ser condescendiente con él, aunque en su rostro se reflejaba muy bien lo ridículo que le resultaba todo el asunto.

Dudó un poco. Miró a los ojos al jefe de oficiales sintiendo que ya se había humillado suficiente; sin embargo, los rápidos latidos de su corazón hacían un hueco enorme en su pecho dejando más espacio para ese presentimiento tan enfermo. Thomas Shaw respiró profundamente y finalmente se resignó.

—Entiendo. Lamento el innecesario alboroto, caballeros —se disculpó e hizo una leve reverencia.

Uno a uno los hombres salieron de la habitación sin decir una palabra, pero él sabía muy bien que ese silencio era una especie de burla, que ellos aguardaban a estar lo suficientemente lejos de él para comenzar a hablar y bromear de lo sucedido; y, sin duda, él sería la comidilla del resto de los pasajeros para la hora de la cena —si es que no le hacían el favor de correr la palabra antes—.

Se asomó por la puerta y los vio andar por el pasillo despreocupadamente, Smith y Wilde iban un poco adelantados al resto. Su mirada se clavó en la espalda de Emjes Santimon, un personaje del que nadie sabía nada y se hablaba mucho. Dejó escapar un suspiro.

Shaw miró su reloj pasando después una mano por su nuca, tenía un mal presentimiento. Era casi las diez con cuarenta y no podía dormir. Sentía en su conciencia un cosquilleo raro, como si hubiera dejado algo inconcluso y sabía muy bien qué era lo que su razón le reprochaba. Sentía remordimiento consigo mismo por no haber seguido sus corazonadas y presionar más sobre el tema de la momia, aunque era ya tarde para lamentaciones. Sobre todo, cualquier comentario o reclamo que hiciera al respecto no haría más que dejarlo en una situación más comprometedora. Porque estaba seguro que, aún siendo respetables caballeros, esos hombres no dudarían en comentar a sus esposas u otros pasajeros sobre el gracioso incidente y hacer chascarrillos al respecto. Fue por eso mismo, y prevenirse situaciones embarazosas, que se saltó la cena y siguió encerrado en su habitación.

—Va a ser un largo viaje —se dijo a sí mismo decidido a mantener un perfil bajo y evitar socializar en demasía durante el trayecto a América.

Permaneció inmóvil en su cama viendo el techo hasta que sintió una vibración singular, entonces se sentó y escuchó con atención que el murmullo del mar ya no era el único sonido que reinaba alrededor. Creyó escuchar un timbre, porque un sonido agudo y tintineante le hacía zumbar los oídos.

Alrededor de veinte minutos después estaba en la cubierta de paseo viendo a través de una de las ventanas con la mirada perdida hacia la proa, donde la tripulación intentaba organizarse y acomodar la mayor cantidad posible de mujeres y niños en los botes salvavidas. «Lo sabía, lo sabía» pensaba, con su corazón palpitando fuerte como un tambor y un miedo inquietante apoderándose de su cuerpo. No tuvo necesidad de preguntar a los confundidos y ajetreados marinos qué sucedía. Bastaba una mirada a sus rostros para adivinar que lo peor estaba por suceder y, en lugar de dejar que su miedo lo venciera, optó por observar desde las cubiertas con accesible vista a proa; así, si es que ganaba su ansiedad, podría fácilmente caminar de un lado a otro sin perder de vista la desventurada circunstancia del magnífico Titanic.

Le llamó la atención que uno de los botes de mayor capacidad permanecía vacío. La tripulación no permitía a nadie acercarse e incluso amenazaban a quienes se aventuraban a soltar sus amarras. Momentos después supo por qué, aunque no entendió la razón. El dichoso Emjes Santimon, ayudado por tres hombres, acomodaba una caja rectangular de dimensiones considerables.

Thomas Shaw sintió un vuelco al corazón y un vacío enorme en su estómago. La impresión probablemente le hizo palidecer y sintió que su sangre se agolpaba toda hacia sus pies cuando sus ojos se encontraron con los del arqueólogo. Este le sonrió de manera tan cínica que le costó contener el impulso de ir a donde estaba para confrontarlo, aunque no sirviera de nada reclamarle. Y si lo hiciera, ¿qué le reclamaría?

Se mantuvo ahí, de pie, observando el creciente pánico de las personas y la falta de preparación del equipo de marinos, siempre manteniendo buena parte de su atención sobre él —Shaw sentía que Santimon era culpable y que, por lo menos, sus últimos momentos no serían desperdicio si era testigo de su partida—.




Antes de las dos y media de la madrugada del 15 de abril, el Titanic sucumbió al mar llevándose consigo las vidas de mil quinientas catorce personas. Los vestigios de su opulencia, confort y pasajeros fueron devorados por el mar sin piedad alguna; entre los muchos de ellos, Thomas Shaw, joven inglés de sociedad, y lo que parecía ser un sarcófago mortuorio con jeroglíficos que advertían sobre las consecuencias de abrirlo con detalles de desdicha, desastres y la muerte.

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