martes, 3 de abril de 2012

El don de la oscuridad


Dov era un chico de la noche. Fuera por sus continuas desveladas o por casualidad, tenía un mejor funcionamiento después del anochecer. No solo su mente se agilizaba y sus sentidos despertaban en un cien por ciento, había algo más que no sabía explicar, algo que lo llamaba y lo fortalecía.

De día, si es que estaba despierto, no era más que un muchacho demasiado callado, algo extravagante y de apariencia pálida y ojerosa. Pero de noche…, de noche todo eso cambiaba. Era uno mismo con las sombras. Su silueta se mezclaba en su negrura, su aliento se mezclaba con el frío, su mirada escudriñaba lo que normalmente nadie podría ver. Y su alrededor era apenas su patio de juegos en donde mataba tiempo y aprovechaba al máximo para agudizar los dones que se le habían dado.

Sin él saberlo conscientemente, conforme las lunas nacían y morían en el horizonte, su conexión con la oscuridad se fortalecía; incluso llegando al punto de no abandonar su patrullo por varios días seguidos, refugiado en cualquier opacidad a su alcance.

—Este es tu don, hijo mío —le susurraba tiernamente la noche, agradecida por su larga compañía y afinidad.

Y él, sin escucharlo completamente, sentía el roce de sus palabras, que hacían vibrar su corazón y borbotear un sentimiento de pertenencia que nunca había experimentado.

Con cada alba despuntada, algo dentro de él cambiaba. Un lado de sí mismo que siempre estuvo ahí, oculto, que crecía y crecía sin parar transformándolo en una criatura aún más extraña de lo que él ya era, pero sin alterar su apariencia humana.

—Pronto, hijo mío, pronto —repetía la noche mientras sus ojos estaban cerrados.

Probablemente Dov no notó cambio alguno entre su existencia humana y su fusión con las tinieblas. A pesar de advertir todo de manera distinta, se sentía de lo más natural y, de pronto, sus oídos dejaron de escuchar todo ese ruido mundano producido por la vida.

El silencio, que le brindaba mucho placer, reinaba en su entorno reafirmando su completa autoridad por encima de cualquier ser antes conocido por él. Incluso cuando tenía humanos cerca de sí, sus voces y pensamientos se difuminaban casi inmediatamente después de dejar sus esencias efímeras. Y para Dov se había convertido en un juego ver cuánto duraban esos murmullos tan lejanos e indescifrables; luego se convirtió en una costumbre tan natural como era respirar. Fue por ello que, cuando logró escuchar algo más allá de la noche y su propia voz, tuvo miedo.

—¿Qué pasa? —su protectora le cobijaba con su largo abrazo.

—¿No los oyes? —inquirió él sintiendo un zumbido en sus tímpanos—. Cada vez están más cerca.

La noche, siempre benefactora, negó con la cabeza mientras acariciaba suavemente su cabeza. Entonces Dov tuvo más miedo. Miedo de perder lo que ahora era suyo y estaba predestinado a él.

—Yo te sigo queriendo —le dijo la noche—. Siempre te querré. Siempre serás parte de mí.

Dov le miró, aún inseguro, aún con el zumbido molestándole. Sus palabras no lo convencían, mas una mirada a su infinita belleza fue suficiente.

Se estiró como un felino y comenzó a andar en la dirección en que había escuchado el ruido, con la seguridad de que nada podía dañarle, con la seguridad que estaba bajo el manto de lo que más amaba.

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