lunes, 28 de mayo de 2012

El entomólogo


Apenas abrí los ojos, me sentí mareada. Miré alrededor y no reconocí el lugar en el que estaba; tuvieron que pasar unos segundos para que mi mente empezara a recordar lo sucedido el día anterior.

Había viajado hasta Inglaterra en busca de William Kinsey, un renombrado entomólogo, quien se especializaba en arácnidos y dípteros. Se presumía, por las publicaciones de sus investigaciones, que sus actuales estudios lo habían ayudado a erradicar los daños de algunas especies de mosquitos y arañas en humanos. Y me enviaron a mí para entrevistarlo e indagar acercar de los beneficios de su descubrimiento.

No contaba yo con que este hombre estuviera escondido en la falda de un cerro inglés muy al norte del país, justo en una zona donde lo único que había eran montañas y más montañas acompañadas por lagos y pequeños ríos. Era más que obvio, entonces, que batallaría para encontrar la dirección del afamado científico —sobre todo porque la única referencia que tenía de su dirección era una foto en la que su casa apenas se veía y no un mapa—; sin embargo, tras explorar El Distrito de los Lagos, como lo llaman los ingleses, encontré la casa de este hombre.

Mucho menos me imaginé que mi llegada supondría un deleite para este hombre. Me abrió las puertas de su hogar sin muchas preguntas y hasta me invitó a tomar té, a lo cual accedí más por educación que por ganas. Estar ahí me ponía los nervios de punta y no era para menos, a donde uno volteara había terrarios con más de un animal dentro e, incluso, había arañas de dimensiones espeluznantes caminando tranquilamente hacia los rincones. Sin olvidar que se escuchaba un zumbido constante.

Supuse que el ruido provenía de un generador eléctrico y no presté más atención. Respiraba pausadamente para mantenerme calmada e intenté ignorar los bichejos sueltos por el lugar.

—Sobre la entrevista… —dije al poner mi taza de té sobre la mesita entre nosotros.

—Hablaremos de eso después —me contestó con su rasposa voz, pero sin sonar desagradable o grosero en su tono.

Asentí con una sonrisa de resignación y mi vista vagó por la sala.

Las paredes estaban decoradas con un papel tapiz amarillento y fotos de, lo que yo suponía era, su mujer. La verdad me costaba pensar que fuera su esposa porque se notaba que le chocaba el contacto con otras personas, ¿de qué otro modo se explicaba su actitud de ermitaño? No pude ahondar mis pensamientos en eso, una súbita punzada en las sienes me hizo fruncir el ceño y llevarme las manos a la cabeza para sobarlas ligeramente.

Mi cuerpo se entumeció por completo y mi visión se empañó hasta que no fui capaz de ver nada. Cuando abrí los ojos estaba tan aturdida que no recordaba nada de lo sucedido.

Tardé unos momentos en reaccionar e intenté incorporarme sin resultado. Mis muñecas estaban fuertemente atadas, una a la otra, con una gruesa cuerda a la cabecera de la cama; mis pies también estaban inmovilizado y lo único que podía hacer era un leve ademán de rodarme hacia los lados.

De pronto estuve muy consciente de todo —quizá por el miedo— y noté que las sensaciones en general eran muy extrañas. Como pude miré hacia abajo y me di cuenta que estaba desnuda. Una tarántula caminaba lentamente por mi vientre. Justo cuando un escalofrío sacudió mi cuerpo, se detuvo y levantó su primer par de apéndices delanteros.

—Ah. Ya despertaste, querida —escuché la voz del entomólogo, aunque no alcanzaba a ver dónde estaba.

El zumbido se volvió tan intenso que apenas si advertí el clic de la puerta cerrándose.

—Comencemos, pues —sus pasos se aproximaron hasta mí y entonces pude notar de dónde venía el sonido.

Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando vi en el techo un enorme enjambre de mosquitos y moscas junto con una criatura deforme que me miraba fijamente.

Conforme fue bajando sobre mí, pude apreciar que su apariencia humanoide tenía muchas características de los bichos que William Kinsey estudiaba. Su boca se parecía mucho a las mandíbulas de una araña, sus ojos eran rojos y saltones como los de las moscas, en lugar de brazos tenía pedipalpos con pequeñas garras como los de las tarántulas y el resto de su cuerpo se parecía mucho al de un escorpión.

Al colocarse encima de mí emitió un chillido agudo seguido de un grito de terror mío.

Sus extremidades me apresaron y, teniendo a ese monstruo tan cerca, pude apreciar que sus facciones —si es que se le podían llamar así—, eran las mismas que las de la mujer que aparecía en las fotos de la sala.

Mi respiración se detuvo unos instantes con un jadeo fuerte cuando vi que había otros dos seres en el techo.

Se me heló la sangre al verlas bajar, de la misma manera que lo hizo la primera, y en seguida sentí una fuerte presión sobre mi estómago.

—Es mejor que no veas —me dijo Kinsey, quien observaba todo desde un punto del cual yo no lo podía apreciar—, pero no sentirás ni una pizca de dolor.

Como si sus palabras me indicaran lo contrario, mi mirada bajó y con horror observé cómo me abría el estómago con sus quelíceros. Sacaba mis entrañas revolviéndolas y devorándolas, no obstante, yo no tenía sensación alguna aparte del pánico y desesperación que me invadían por completo.

—Pronto todo terminará y podrás unirte a la familia —rió—. ¿Entiendes? ¡A la familia! —una carcajada batió su quijada.

Cerré los ojos y esperé hasta que me pareció que había pasado suficiente tiempo, pero esa cosa seguía sobre mí.

—Por favor… —rogué con un hilo de voz.

Tenía la esperanza que tuviera piedad de mí, sino él, al menos ella o lo que quedaba de ella, mas no fue así. Tuve que ser testigo de todo el proceso, de cómo me consumían y cómo me transformaban en algo más. Cuando por fin pude moverme de nuevo —no sabía cuánto tiempo había pasado—, Kinsey me puso en la misma habitación donde estaban el resto de sus creaciones.

Nos alimentaba una vez cada dos o tres días, pero los comistrajos que nos brindaba no me parecían ni la mitad de lo apetitoso que veía él.

Poco a poco, con el pasar del tiempo y con la poca conciencia humana que me quedaba, me hice a la idea de vengarme. Hacerle pasar a él por lo mismo que me hizo pasar a mí y supe que debía apurarme cuando la bazofia de la que nos alimentábamos me empezó a parecer un manjar divino y mis hábitos se volvieron más como los de un animal.

Me dediqué a acecharlo, a esconderme en los rincones de las habitaciones y a tejer lentamente la telaraña en la que lo atraparía y que le serviría de lecho de muerte.

Llegada la hora, brinqué sobre él envolviéndolo en delgada seda blanca y arrastrándolo al recoveco que ya había preparado para mis siniestras intenciones. Para mi sorpresa, los engendros —que ahora eran mi familia como había predicho Kinsey— se arrimaron a nosotros y lentamente, con pasión y dedicación, sin prestar atención a sus gritos y lamentos, engullimos vivo al hombre que nos dio nuestra segunda, aberrante vida.

2 comentarios:

  1. Te quedó genial el blog Rive!!
    Buenísimo!!

    Besos

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  2. Me encanta la gráfica que le pusiste al blog, adoro los gatos jejeje.
    El relato ,como siempre, fantástico.

    Un beso.

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