lunes, 26 de marzo de 2012

Chocolate para una obsesión


Buscó en todos los libros de recetas, con la esperanza de seducirlo por medio de los postres y dulces más deliciosos y exóticos.

Había decidido, después de muchos intentos fallidos, ganarse su afecto abriéndose paso hacia su corazón por medio de su estómago y, aunque no tuviera garantía alguna, creía que todo ese azúcar y dedicación podrían ayudarle a enamorarlo. Por encima de todo, confiaba que el gesto le indicaría cuánto le importaba y cuánto lo amaba, puesto que distaba mucho de ser una mujer apta para cualquier actividad culinaria.

—¿Y crees que vaya a funcionar? —le preguntó su madre mientras le observaba medir cucharadas y tazas de uno y otro ingrediente—. Si hasta el agua se te quema, no me quiero imaginar cómo van a quedar todas esas galletas, pasteles y biscochos.

—El amor todo lo puede —dijo, creyendo ella más que nadie esas palabras.

Y pasó la semana entre suspiros, ilusiones, azúcar, harina, chocolate y quién sabe cuántas cosas más para llevar su plan a cabo. Amasaba y veía la hora en el reloj; sacaba una charola del horno para meter otra; disponía en refractarios y moldes la mezcla de sus sentimientos más tiernos con todos los ingredientes necesarios; iba y venía por la cocina, siempre con las manos ocupadas, siempre con él en la mente y su nombre en los labios.

Empecinada con lograr su objetivo, ella misma se saboteó.

Las exquisiteces que tenía en mente terminaron en desastre. La primera tanda de galletas se quemó, así como la segunda y la tercera. Los pasteles no se esponjaron como debían y los biscochos estaban tan batidos de chocolate y merengue que no se veían nada apetitosos. Todo gracias a su impaciencia, porque nunca tuvo en mente que la temperatura del horno y el tiempo que debía esperar estaban estrechamente relacionados; igualmente había cierta gracia en batir y untar que ignoró por completo a la hora de decorar y rellenar todo.

Y tan empecinada siguió que se hizo de todo lo necesario para enclaustrarse otra semana en la cocina y arruinar todo de nuevo, esta vez decidida a hacerlo todo de chocolate.

Su obsesión reptaba detrás de ella como una sombra, dando pequeños soplos de imperfección para arruinar todo a su paso. En el transcurso de esos días no hubo ni uno solo en el que los postres no se arruinaran.

No se dio cuenta que el chocolate y su obstinación estaban aliados, dispuestos y en acción secundando ya las travesuras y canalladas de su obstinación. Probablemente el más ensañado era el chocolate, porque había visto ya muchos trocitos y paquetes congéneres ser molidos, calentados y derretidos solo para terminar embarrados y quemados con destino al bote de basura. Adverso a permitirle más masacre, se rebeló de cuántas maneras pudo: le apagaba la flama, se hacía grumoso, no se quedaba en su lugar o se quedaba pegado en los utensilios.

El séptimo día, con los nervios destrozados y la frustración encima, se encaró con sus enemigos lista a dar el todo por el todo y no dejarse vencer. Por su parte, el chocolate pasó la noche en vela ideando el plan que le daría la victoria sobre esa mujer tan terca y enamorada. Fue por ello que se dejó derretir y obedientemente se dejó manipular. Era el único sobreviviente en esa cocina del terror mientras que ese era el último esfuerzo de ella por materializar su amor.

—Es ahora o nunca —murmuró el chocolate para sí mismo poco antes de ser vertido en un molde y, con lo que le quedaba de fuerza, logró moverse y caer sobre la barra de la cocina.

Ella dejó escapar una exhalación de tristeza. Se deshizo de su delantal y caminó hacia la puerta. No podía hacer nada más que mirar hacia atrás, mientras el chocolate inundaba todo a su paso y una vez más destruía sus sueños.

—Te lo dije —decía su madre—, te lo dije.

Y a ella no le quedaba más que asentir la cabeza con resignación porque, sin duda, su madre le había advertido. Sin embargo, le pareció tan buena idea y con tan pequeño margen de error, que puso todo de sí en ello. Desgastó la mayor parte de sí en la faena y, ahora, le quedaba muy poca fe a su pobre corazón.

El mal sabor de boca tras tanto sacrificio desaparecería con el tiempo dejando en su lugar el recuerdo de un fracaso muy secreto y sentimental. ¿Qué haría entonces, hasta que eso pasara, para disimular el chasco que se había llevado? Inocente y pobre chocolate… Había vengado el desperdicio que ella hizo con quién sabe cuántos gramos de su especie, mas no contaba con terminar mitad desparramado en la cocina y mitad dentro del molde.

Si hubiera sabido, hubiera pensado que era un acto alevoso. Pero era solo producto de una planificación simplona que él terminara en parte en la basura y, por mera mala suerte, que ella se comiera lo que quedó de él en el molde; infelices los dos al final.

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